The Show Must Go On

Estar en boca de todos, que todo el mundo sepa quien sos, es el sueño americano. Subirse a un escenario es una de las experiencias más vertiginosas y adrenalínicas que una persona puede tener sin despegar los pies del suelo. Jugar, aunque sea por un rato, a ser otra persona, adoptar un disfraz, es una práctica liberadora. Sentís que podés hacer lo que quieras, ser quien quieras. Pero claro, no todos los artistas son conocidos. No todos los artistas salen en la tele, en la radio, en los medios de comunicación masivos. Aún así, tener la oportunidad de experimentar estas sensaciones, así sea a una escala diminuta, es maravilloso.

Y lo mejor de todo esto, es lo que pasa detrás de bastidores. La parte que el público no ve es la más divertida. El tiempo en escena es volátil, pasa sin que te des cuenta. Pero lejos de las luces, es un asunto diferente. Ahí realmente sentís la presión de lo que estás haciendo, pero es algo bueno. Es lo que te impulsa a cambiarte rápido para pasar de un acto al otro. La urgencia de las costuras de último momento, el telón que cierra antes o después de lo debido, las bailarinas que llegan tarde, las que salen a escena atándose las zapatillas...
¡Y ni hablar de todo el trabajo previo que lleva montar un espectáculo! Meses de ensayo, horas frente a la máquina de coser, trasnochadas para ultimar detalles de accesorios y vestuario. Pero todo esto vale la pena en el instante que el reflector te pega en los ojos y no te deja ver más allá del borde del escenario. Allí termina el mundo. Entonces, buscás más allá del público ese punto en el que te vas a concentrar durante todo el acto, rogás acordarte lo ensayado y sonreís. "Que sea lo que sea" te decís, y suena el primer acorde.

Fue hermoso haber pasado por algo así este fin de semana . Suertudos aquellos que pueden vivir haciendo esto.